La leche que nos dieron

Hay que ver la semanita que nos han dado con la mamá de la teta lactante que fue invitada por un vigilante a salir fuera del Corral del Carbón para seguir dándole de mamar a su hijo. De vez en cuando Granada da una nota falsa, desafinada, desatinada.

El más fustigado, intencionadamente, ha sido el gentil hombre Reynaldo Fernández que ha confesado, con dolor de corazón, que el Patronato de la Alhambra no tiene normativa que limite la lactancia. Pues claro que no, amigo Reynaldo, ni la llamada ley mordaza que tanto critica la izquierda la contempla. Si al Patronato se le ocurriera tal memez la burla y el cachondeo traspasarían las fronteras del disparate nacional. Algunos grupos tienen la habilidad de hacer de un grano una montaña y lo explotan bien. Son unos fenómenos en exprimir el limón, despreciar el zumo y regocijarse en la acidez que daña. Porque la estúpida invitación del vigilante se sabía, desde el primer momento, que era una actitud personal más que una norma para preservar el decoro y las buenas formas cívicas. ¿Habrá algo más tierno que una madre amamantando a su cría?

En tiempos de Franco, que ahora pretenden exhumar sus restos del Valle de los Caídos, –aunque el magistrado Baltasar Garzón, en ejercicio, judicialmente dudó de su muerte al pedir el certificado de defunción no hace mucho–, las únicas tetas públicas, a media asta, que podíamos ver los españoles eran las de las madres lactantes. Aquellas tetas, propias y alquiladas, dieron alimento y vida a muchos españoles antes de que se industrializara la leche maternizada.

Por cierto, que fui testigo, muy directo, del decisivo impulso científico de Rafael Pérez Pire para que el profesor Ángel Gil y Gregorio Jiménez pusieran en el mercado internacional el más cercano sucedáneo de la leche de la madre. Algo que aún en esta ciudad no se ha reconocido. Como era de esperar, todo el esfuerzo, la labor meritoria en la investigación y la proyección comercial se marchó del entorno para multinacionalizarse.

Cuando el malvado de Castillo Higueras, rojo de pro, me ataca con el afecto de su tridente demoníaco, sibilinamente, en vez de llamarme «mamón» me dice en los mensajes por «guasás»: «Pasiego». Y es que la Plaza de las Pasiegas, junto a la Catedral, –donde yo nací– debe su nombre, como es sabido, a las aldeanas nodrizas cántabras, procedentes del Valle del Pas que acudían a nuestra ciudad reclamadas por damas pudientes que el escritor granadino Julio Belza calificó como «madres melindrosas o con impotencia a la hora de amamantar sus críos». Queda claro que Belza no es demasiado respetuoso en su juicio literario.

Nunca, nadie, se escandalizó porque una mujer, a la hora del llanto reclamante, sacara su teta y le diera el alimento de la vida a su retoño. Y cuantos mitos, historias e iconografía nos representan a la mujer lactante desde la antigüedad. Desde Hera, esposa de Zeus, que cuentan que enojada por la infidelidad de su esposo se negó a amamantar al hijo bastardo y con fuerza apretó su pecho saliendo un chorro de leche que tocó el cielo formándose la Vía Láctea, a las diosas Isis de Egipto y la fenicia Astarté-Tamit, que también fueron símbolos de la lactancia.

La Iglesia Católica venera a la Virgen de la Leche conocida, igualmente, como María Lactans, de antiquísima advocación. Al parecer la primitiva representación de la Virgen Madre, amamantando a su Hijo Jesús, puede contemplarse en un fresco que se conserva en las catacumbas romanas de Priscila, s. II. Y termino en éste «domínicus» recordando a Lucas, 11, 27: «¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!». Amén.