Gran regocijo ha producido entre las hordas de extremada izquierda y los desnortados independentistas la reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que ha dejado fuera de juego al Tribunal Constitucional y a la Audiencia Nacional al obligar al Estado español a devolver el dinero a dos jóvenes que fueron condenados por quemar fotografías del rey Juan Carlos I en 2007 y además indemnizarlos con 9.000 euros.
Dice el Tribunal Europeo que quemar fotos del Rey no es constitutivo de delito, sino que se trata de una forma de manifestar libremente una expresión política. Es decir que a los europeos nos asiste el derecho humano de quemar cualquier símbolo en un momento de cabreo discrepante. De tal suerte que si yo no estoy de acuerdo con la sentencia del Tribunal de Estrasburgo, en base al derecho de mi libertad de expresión podría, en plaza pública, quemar una foto de los integrantes de los miembros de dicho tribunal.
Ignoro cuál es la razón de no respetar la ley de cada país miembro porque Puigdemont y sus secuaces, los fugitivos, están al amparo de Bruselas gracias a la legislación belga. Ese tipo de sentencias fomentan el odio, el rencor y el libertinaje en un segmento de la población dado, con frecuencia, a alterar la convivencia pacífica y los símbolos del Estado. Quemar una fotografía o una bandera, a juicio de la mayoría de los que nos sentimos españoles, es una provocación y un atentado grave y delictivo.
No es la primera, ni la última vez, que el mencionado tribunal condena a España por asuntos relacionados con la libertad de expresión. Recordemos que nuestro país fue conminado a pagar a Otegi, el ‘hombre de paz’ –que aseveró Zapatero– 20.000 euros por ‘daños morales’. El etarra fue condenado a un año de prisión por un delito de injurias al Rey al que acusó, en 2003, como «responsable de los torturadores». Aquel cínico y aberrante comentario del terrorista vasco fue interpretado por los jueces europeos como algo irrelevante, dentro del libre debate de ideas.
La justicia en Estrasburgo, con la libertad de expresión es extremadamente generosa y tolerante con los terroristas, los radicales de izquierda y los filósofos de lo políticamente incorrecto.
Luis García Montero, el poeta granadino a quien admiramos muchos por nación y devoción intelectual, esta semana, se le fundió el pistón de la razón humana, según mi libertad de entendimiento, cuando ha afirmado, resumiendo, que la muerte del niño Gabriel, el ‘pescaíto’ almeriense, fue asesinado, según su reflexión articulada, en ‘Todos somos Ana Julia’, como resultado y consecuencia del feroz capitalismo.
Y es que vivimos en una sociedad donde todos hablamos, opinamos, expresamos, incendiamos las mentes, seamos cultos o analfabetos lamentablemente sin que nadie, de dentro o de fuera, imponga razonablemente pautas de comportamiento sociales, morales, éticas que deberían, deben estar, al margen de teorías y prácticas políticas siempre engañosas, falsas e inútiles para testimoniar que toda libertad de expresión es justificable.