Pepita, Josefina, José, María José, Pepón, Pepona, Pepito, Joselito, Josefo, Mari Pepa, Pepico, Pepote, Pepilla, Pepiniqui… quedamos pocos. Y menos que van a quedar porque, salvo excepciones de alguna familia tradicional, hoy, a los neófitos se les imponen nombres que el marketing de la modernidad ha impuesto: Dylan, Yonatan, Aaron, Libertad, Goldie, Rani, Thiago, Brisa, Théa, Enzo, Kilian, Tiffany, Joshua, Eros…
Yo guardo mi gratitud a mis progenitores, sobre todo a mi padre, del que heredé pocas tierras pero me dejó, al margen de su apellido, su nombre inscrito en el registro, y testamentariamente, ‘soto voce’, me recomendó intentar, al menos intentarlo, ser honesto. San José, el Santo Patriarca, es el patrono de la iglesia y me siento orgulloso de llamarme José María, o Pepe, o Pepito para mis hermanas. Así es que Pepe soy yo. Incluso Peponcio.
El Día del Padre y el Día de la Madre que nos parió es un añadido comercial de la sociedad de consumo. En San José, antes festivo en toda España, se conserva la costumbre del feriado día en diversas comunidades pero es que, al margen de los aspectos religiosos, tradiciones tan universalmente espectaculares como las Fallas de Valencia en la antesala de la primavera hacían del 19 de marzo una fecha de eufórico renacimiento, en los cuerpos y en la vegetación, sin entrar en contradicción cuaresmal.
Las Pepas y los Pepes, hipocorísticos, hemos disfrutado de nuestro santo, siempre, con misa –la que intenta abolir, de la tele estatal el misántropo ateo Iglesias (debería cambiarse el apellido ahora que la ley lo permite)– paseo, y comida familiar, preferentemente paella, que sigue siendo el plato nacional en sus múltiples y variados elementos culinarios, y de postre pasteles, con modestas bebidas de baja graduación. Y éramos felices sin tanta oferta de colonias y regalos que nos invaden por todos los medios. Siempre he pensado que el mejor regalo es el que se hace sin fecha, cuando menos te lo esperas y te sorprende.
En mi época de locutor de radio, el día de San José, la programación de discos dedicados era eterna. Comenzábamos a las 9 de la mañana y fácilmente podríamos concluir a las doce de la noche que es cuando las emisoras terminaban, por ley, con la ‘despedida y cierre’ que solía finalizar con el himno nacional. Momento en que, los locutores exhaustos, ella y él –porque éramos parejas de hecho en las ondas hertzianas– nos poníamos de pie, –no por los sones del himno– sino por la premura de miccionar, cada uno en su sitio, tras prolongada jornada. Cuento esto porque Pepas y Pepes, hace años, había para ‘repellar’, que dicen en los pueblos. Y las felicitaciones a través de la radio, cuando no había ordenadores, ni tablets, ni smartphone, eran la inmediatez oral musical, más efectiva, para desear los mejores afectos a los seres queridos que celebraban su patronímico.
Josés y Josefinas somos como nombres apestados por la nueva ola de lo incorrectamente necesario. Estamos demodé. Oye, muy fan, tú, ponerle a la niña Appel como determinó la actriz Gwyneth Paltrow. Busco, desesperadamente, a nuevos tocayos que consigan perpetuar el nombre glorioso de José. Los apellidos se heredan, pero los nombres propios los elegimos, y donde se ponga un Pepe o una Pepa…
Si para Oscar Wilde, en su divertida comedia, hablaba de «la importancia de llamarse Ernesto », yo hoy, fecha onomástica, reivindico la importancia de llamarse Pepe o Pepa porque, si no lo remediamos, vamos camino del exterminio toponímico.