Se está poniendo de moda en nuestra nación de naciones, que diría aquel, esa paranoica plaga del escrache al turismo que busca como destino España. Lo de escrache, como es sabido, es un término acuñado en Argentina que equivale, en nuestra lengua a hostílidad, rechazo e incluso agresión a una persona.
España, históricamente, ha sido un país que inspiró y sedujo a ilustres viajeros, turistas europeos, africanos, asiáticos y americanos para conocer la realidad de nuestras diversas y atractivas tierras, sus gentes, monumentos y gastronomías. La experiencia vivida y las acciones de promoción de los distintos gobiernos, tanto central como autonómicos, dentro y fuera de nuestro país, vienen dando unos resultados bastante positivos a nuestra primera industria consiguiendo, por ejemplo, que en el primer semestre de éste año el gasto de quienes nos visitan haya aumentado casi un 15%, con respecto al mismo periodo del pasado año. Es un buen dato por lo que significa mayor riqueza y creación de empleo.
Pero ya saben ustedes que un virulento sector radical minoritario de la sociedad, prefiere una España pobre con el único fin de enriquecerse ellos. Es lo que ocurre en Cuba o Venezuela. Sí, sí, como la Venezuela chavista o la Cuba castrista. Es la filosofía que implanta el feroz totalitarísmo. Un pueblo empobrecido es mejor controlado, y unos dirigentes ricos, son incontrolables.
Pues las hostilidades bárbaras para tratar inútilmente de alcanzar el objetivo, se reproducen en el canicular agosto en hoteles de Barcelona, donde el denominado colectivo independentista Arran ha atacado además a autobuses y bicicletas de uso turístico. La plaga de despropósitos alcanza a Palma de Mallorca y Valencia. El ‘necioradicalismo’ mallorquín lanza consignas como ‘El turismo mata a Mallorca’ o ‘Aquí se está librando la lucha de clases’ y, en lugares privados, como restaurantes, violentan la intimidad de los comensales arrojándoles bengalas. La pestilencia, en Valencia, según representantes del gremio ha producido similares incidentes en establecimientos hoteleros desde el pasado mes de mayo.
La izquierda abertzale –culo veo, culo deseo– no podía ser menos y ya prepara las barricadas al turismo convocando una ‘manifa’, con pancartas y otros aderezos, para el 17 de este mes coincidiendo con la semana grande de San Sebastián. Veremos si no acaba todo en kale borroka que tanto entusiasmo suscita entre las juventudes radicales de la comunidad vasca, que por una u otra razón ‘política’, no termina de cicatrizar las heridas de la violencia. En fin, que hay que acabar con el turismo en España, fuente de riqueza y trabajo, porque molesta a esa especie de procesionaria que recorre, ahora, el árbol de la abundancia cuando, además,sigue sin llover y nuestros agricultores sufren la pertinaz sequía, como dijo aquel.
Desde el infame, por falso, famoso 15M donde nació la larva –según los expertos politólogos por el derrumbe moral y ético del PSOE y PP– la ciudadanía anda esperando el milagro del pan y los pce’s’ pero aquí el alimento no viene de la acampada, del escrache, de la kaleborroca o de las barricadas de la demagogia. La prosperidad viene del esfuerzo, el trabajo y el afán de superación de muchos ciudadanos, emprendedores y trabajadores, con aspiraciones de mejorar, o al menos mantener, una situación digna. Lo que pretende el ciudadano común es, al menos, lograr un desarrollo sostenible en nuestra industria turística.
Y ahí andamos, nada fácil, en la sostenibilidad mientras los extremosos radicales, que me imagino seguirán las consignas de algunos ‘profetas’ se dedican a ahuyentar a los turistas en España, arrojando piedras sobre el propio tejado que nos cobija. El día que España se quede sin techo, al aire libre, nos veremos en la calle, acampando todos. Posiblemente es lo que trate de lograr, utópicamente, esta corriente radicalizada que la miseria y la pobreza nos haga débiles y maleables para conseguir sus perversos fines. Los pillos, o los políticamente correctos, hablan estos días de ‘turismofobia’ que es un término falaz. Ningún español de bien y con sentido común, desde la época de la invasión napoleónica, le propina un puntapié a un visitante por su condición de ser extranjero. Eso queda para los miembros de la procesionaria.