La plaza de la Trinidad, junto a la de los Lobos son de las plazas más tristes que conforman el entorno histórico ciudadano. Antiguamente, la de la Trinidad, al igual que la de Bib-Rambla, mucho más alegre, eran puntos de cita de floristas, tratantes, charlatanes, vendedores de plumas estilográficas –que las traían de Gibraltar– carteristas, limpiabotas, fotógrafos «al minuto» –algunos con caballo de cartón– y aguadores que deambulaban con sus borriquitos y sus cantaras de zinc con agua de las fuentes de la Bicha o del Avellano ofreciéndola al personal sediento. Porque el agua, sin cloro y a granel era, entonces, el rico elemento que saciaba por unas «perras gordas» la sed de justicia corporal sobre todo en los tórridos veranos.
La Trinidad, por estas fechas, se convertía en un suculento zoológico de conejos, pavos, pavas, pollos y… gallinas que el campesinado exponía para su venta, no sin regateo, al capitalino que disfrutaba, y de qué manera, con estas aves de obligado consumo en fiestas navideñas. Pavo o pollo eran fundamentales en las cenas familiares. El problema es que si se compraba el pavo o el pollo vivo, había que sacrificarlo con afilada y certera hoja albaceteña, desangrarlo y lo que es más difícil desplumarlo. Si el martirio del ave era un mal trago el desplume duraba una eternidad y solía aprovecharse, por los más pequeños, para elaborar artesanalmente tocados indios de los pueblos guerreros de las praderas americanas. Aquello se complementaba con hacha, puñal y rifle que solían traer del Oriente pudiente los Reyes Magos.
Es curioso pero los niños de mi generación crecimos con indios y ‘cowboys’ que veíamos en los cines, tras el NO-DO caudillista, y pese a tanta violencia –donde se arrancaban cabelleras o se quemaban vivos unos a otros– no llegué y no he llegado a conocer a ningún compañero que saliera con mala leche o instintos criminales que yo sepa. Por eso pongo en duda la mala influencia que pueda ejercer el cine y otros medios en algunas desgraciadas conductas de violencia. Afortunadamente, por regla general, la mayoría de nuestros jóvenes no caen en la trampa de una sociedad maléfica y cruel aunque a veces, nos lamentemos de algunas conductas reprobables.
¡Por Manitú! Que se me fue el hilo conductor con el plumaje. Aquellos pollos, aquellos pavos, los llamados castizamente ‘picamierdas’ eran después del sacrificio –con perdón de los animalistas– y guisoteados en olla lenta excelsos manjares típicos de la Pascua de Navidad no sólo para degustar sino para relamerse en la gula festiva. El problema es encontrar, en la actualidad, aquellos ejemplares. Hoy hay que ir al supermercado y experimentar con lo que comercialmente se estandariza. No sería mala idea, dada la saludable calidad de la carne avícola que granjeros, o rústicos desempleados, se dedicarán a la crianza de pollos y pavos en ‘libertad condicional’ con denominación de origen. Sería un ‘negociete’ de ‘pata negra’ magnífico y socialmente aceptado por el ciudadano que, de vez en cuando, disfruta con la tradición gastronómica. En Estados Unidos, con motivo del Día de Acción de Gracias, que se asemeja a nuestra cena de Navidad, se consumen casi 46 millones de pavos. Cualquier día asumimos, como algo nuestro –lo hemos hecho con otras celebraciones americanas– el Día de Acción de Gracias y para entonces puede que gobierne el PSOE y nombre ministro de Agricultura a Miguel Iceta –‘danger’– y le de por indultar más pavos de la cuenta.