(*) Walt Whitman
Hace relativamente poco tiempo que los antropólogos y los psicólogos describieron la influencia de la cultura de una sociedad en la formación del carácter de las personas que la integran y en el contenido de su memoria individual y cómo, a la inversa, el conjunto de éstas sostiene y moldea la memoria colectiva que mantiene aquella cultura (N. Carr).
Todo lo que está en nuestra mente, las experiencias y los conocimientos adquiridos a lo largo de nuestras vidas, las habilidades desarrolladas, el temperamento con el que nacemos, las relaciones interpersonales que cultivamos van dando forma a nuestro “yo”, responsable al mismo tiempo de la transmisión cultural a nuestros congéneres y descendientes (P. Boyer). Es decir, proyectamos nuestra historia hacia el futuro.
Toda sociedad está limitada por su propio devenir histórico y, al mismo tiempo, tiene la oportunidad de crecer sobre ese pasado alimentándose de los intercambios culturales con otros pueblos a través del comercio, de la ciencia, de la religión, de las migraciones y de la permeabilidad de las fronteras. Pero en la actualidad, además, asistimos a un fenómeno más relevante y, al tiempo, más preocupante: la intervención de las nuevas tecnologías, las cuales están mudando el curso de la evolución natural de las sociedades hacia otros derroteros difíciles de predecir.
Foreman describe este cambio con más acierto: “provengo de una tradición de la cultura occidental cuyo ideal (mi ideal) era la estructura compleja y densa, catedralicia, de una personalidad altamente cualificada, trabajada, articulada, propia de un hombre o mujer que porte dentro de sí una versión personalmente construida, única, de todo el patrimonio de Occidente. Pero ahora aprecio dentro de todos nosotros (y no me excluyo) la sustitución de esa compleja densidad interna por un nuevo tipo de yo que evoluciona bajo la presión de la sobrecarga de información y la tecnología de lo inmediatamente disponible. Al vaciarnos de nuestro denso repertorio interno de patrimonio cultural, corremos el riesgo de convertirnos en personas que, como un crepé, expanden lo superficial y carecen de hondura por conectarse a una vasta red de información accesible mediante el simple pulso de un botón”.
Uno de los recursos con el que cuenta nuestro cerebro para construir su arquitectura es la linealidad de la mente (conocimiento y memoria), en cuyo proceso interviene fundamentalmente un inmenso conjunto de redes de neuronas de la corteza cerebral interconectadas entre sí. Estas redes se forman gracias a la experiencia vital y constituyen el sustrato de todas las funciones cognitivas: la atención, la percepción, la memoria, el lenguaje y la inteligencia (J.M. Fuster).
Esto permite al ser humano ejercer la libertad de decisión basándose en su capacidad para seleccionar experiencias pretéritas que le permitan una elección adecuada y, como consecuencia, para determinar su futuro a partir de las elecciones realizadas en el pasado. La información con la que contamos para ello, hasta ahora, ha sido la adquirida e interiorizada mediante la formación y la experiencia. Pero las nuevas tecnologías y el exceso de información del que disponemos al instante está transformando aquella mente lineal en otro tipo más errática, explosiva e impulsiva, muy condicionada por la inmediatez, brevedad y la profusión de medios para obtenerla.
El exceso de información externa para los humanos es perjudicial pues no ayuda a una efectiva selección y a su adecuada interiorización, por lo que no se favorece la correcta toma de decisiones debido a que, entre otras cuestiones de orden neurofisiológico, no se profundiza en la veracidad de las fuentes de datos ni se contrasta con otras para garantizar su certeza.
Los medios y canales de información actuales, por su excesiva profusión y globalización, se han convertido en extensiones del ser humano, pero también en amputaciones o prótesis (L. Strate) que están construyendo su propio ecosistema. Corremos el riesgo de que las nuevas tecnologías asuman el protagonismo real y perdamos el objetivo que han de cumplir los contenidos que a través de ellas se difunden. Que debería ser el enriquecimiento y crecimiento de las ideas y el pensamiento.
Parafraseando a M. McLuhan (“el medio es el mensaje”), si consentimos que el canal sea la información, la características y particularidades del continente asumirán el protagonismo y el carácter del contenido, llegando a ser más importante que este último por sí mismo.
En un artículo anterior apuntaba la conveniencia de que el mundo digital fuera cada vez menos virtual como necesaria tendencia para evitar que el protagonismo real lo pierdan las personas y sus conocimientos a favor de las bases de datos y de las redes para distribuirlos.
Habrá quien piense que un experto en marketing no debería abordar este planteamiento cuando una de las principales herramientas para llegar al mercado son precisamente las nuevas tecnologías, y no está exento de razón. Pero hay que mirar un poco más allá, el futuro no está en los medios sino en las personas.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena