A pesar de que la tradición teatral –todo es teatro– avisa de la mala suerte del gafe del color, los independentistas nos están dando un verano amarillento de sombrillas en las playas, pintadas y pancartas en fachadas públicas y rotondas y lacitos enrejados que se nos hace tedioso, soporífero y angustioso, a pesar de haber sido una canícula moderada en cuanto a las temperaturas.
Los secesionistas, que piensan que con esa simbología van a salir antes a la calle los políticos delincuentes del ‘procés’, desafían no sólo a lo supersticioso sino que se atreven incluso, por tanta tolerancia, a iniciar brutalmente una batalla contra quienes ni siente ni quieren padecer el hartazgo de una república catalana que unos iluminados pretenden meter con calzador en la bota del Estado.
Después de que un cornúpeta se atreviese a romperle, de un directo puñetazo, la nariz a una señora que se atrevió a quitar un lacito salen a la calle, con nocturnidad y alevosía por la Cataluña autárquica voluntarios quita lacitos disfrazados de blanco fantasmal para no ser reconocidos por la policía autónoma a las órdenes de Torra. Hemos llegado al límite de la desesperación, pero también del ridículo.
Tal vez es lo que quieren los autosuficientes que se están preparando, para un nuevo desafío al gobierno de la Nación el cercano 11 de septiembre celebración de la Diada, amenazando con un ‘sonado’ día complicado.
Rivera, el líder de Ciudadanos que conoce bien el paño, esta semana dio la cara y acompañado de Inés Arrimadas se fue al municipio barcelonés de Alella y ni corto ni perezoso, con luz y taquígrafos fue buscando vallas y quitándoles las divisas de plástico amarillas anudadas por los cansinos secesionistas.
La política es acción y ese gesto de Rivera debería producir el valiente contagio de quienes se sienten catalanes españoles y respetan la legalidad. El lazo amarillo puede ser un modo de expresar libremente un deseo pero se ha convertido en una burla, un grosero símbolo al Estado de Derecho y eso lo saben las autoridades catalanas que alientan con total desvergüenza tanta temeraria provocación.
Lidia se llama la mujer que osó quitar el distintivo amarillo de la verja de un parque barcelonés, simplemente por no estar conforme con la taimada reivindicación y salió trasquilada por un bárbaro separatista que tras su detención, el juez, lo ha dejado en libertad con cargos y disponible para asestar otro puñetazo a quien intente arrebatar el plástico amarillo que alimenta sus sueños republicanos evasivos.
Ha estado bien lo de Albert Rivera, aunque él puede hacerlo con el solo riesgo de la división de opiniones, pero ante tanta necedad y supremacía debemos ir despojándonos de temores y dar un paso al frente sintiéndonos sencillamente españoles que es lo que somos de Norte a Sur y de Este a Oeste, queramos o no queramos.
Y el que no lo sienta así que emigre, con puente de plata, como ha hecho ese ejemplar insólito y zafado llamado Carles Puigdemont.