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Una visita imprevista II

© Pétrouche - Fotolia.com
Armania y Sarah en el Cáucaso

(viene de Una Visita Imprevista I)

Pues nada, nada. La historia la escriben los valientes y yo estaba decidida a llevar el asunto de mi reencuentro con la dignidad que es, como saben, mi norte y guía. Saqué un kleenex del bolso y me empapelé la cara todo lo posible, simulando un par de estornudos. Qué vergüenza, pero qué vergüenza. El caprichoso de mi jefe me empujó literalmente hasta el centro del grupo donde el más rubio se adelantó con decisión. Sentí que el pañuelo resultaba insuficiente e intenté recolocármelo. Al acercarse, me echó una mirada de halcón y supe que me había descubierto. ¿Y ahora qué? ¿Sería capaz de darme una bofetada así delante del rector? Tenía una pinta de bruto que se las pisaba y venía derechito hacia mí.
– ¡Sarah! – Exclamó con alegría dándome un enorme abrazo que me pilló de improvisto e hizo caer mi pañuelito. Me sentí desnuda. Lo del nombre era lo de menos, ya lo arreglé en su día advirtiendo que era mi seudónimo científico, pero se acercaba cada vez más a mí, y de un momento a otro se descubriría el pastel.
– ¡Brawn! – Mascullé como pude tratando de parecer contenta.
– ¡Oh Dios mío! – Y me miró directamente a mis desorbitados ojos – ¡No puedo creerlo!
– Puedo explicarlo. – En realidad no podía y claro eso me acongojaba e hizo que solo me saliese un hilito de voz.
– ¡No has cambiado nada! ¡Estás igualita que hace cuatro años! – Estaba entusiasmado.
– ¿De-De veras? – Si era una broma, desde luego era muy cruel.
– Mira lo que llevo en el móvil.
Sacó su teléfono y buscó unas fotografías. El resto del grupo acudió interesado.
– Son fotos de nuestra excursión al Cáucaso.
En primer plano podía verse a una chica bastante entradita en carnes con el pelo cobrizo, la cara redonda y llena de pecas. Vestía un horrible vaquero amarillo y una aún más espantosa camisa verde. Parecía un plátano canario.
– Vaya, es cierto, – exclamó el Dr Carballo – !Qué bien te conservas, Daniela, la foto parece de ayer!
Los miré con suspicacia, pero no había el menor asomo de sorna en sus voces. Le eché otro vistazo por si la había mirado mal. ¿Cómo podían confundirme con esa chica?
– Bueno, entonces estaba algo más llenita. – Era una morsa, una morsa llena de pecas.
– ¿Si? – contestó el decano – No, para nada. Lo que sí te veo es que ahora te han salido algunas pequitas más.
– Bueno, en realidad ahora tengo bastantes menos pecas. – ¿Qué se habían creído? Solo en verano me salían un par de pequeñas pecas, y muy coquetas en opinión de muchos.
– Las mismas, ni más ni menos, – juzgó Carballo. – Mira, y aquí tienes ese mohín tan tuyo.
Habían pasado de foto y ahora se podía ver a la ballena frunciendo el ceño en una horrible mueca.
– No, no. Ese gesto no lo suelo hacer yo.
– Mira, si lo estás haciendo ahora mismo, – soltó divertido el rector. Me estaba poniendo de muy mal humor.
– Pues fíjense. A mí me parece otra persona distinta a mí.
– No, lo que ocurre es que en las fotos estás algo más delgadita y eso te da un aspecto más infantil. – Ah no, por aquello ya sí que no pasaba. Era el colmo.
– Definitivamente esa no soy yo.
– Ja, ja, ja. – Coro de risas benevolentes
– Oh, Sarah, hasta tu sentido del humor sigue siendo el mismo, – recordó Brown con emoción. – ¿Recuerdas las noches en Armenia, cuando intentábamos olvidar el frío cantando y contando chistes en nuestras tiendas de campaña?
– No sé ni dónde está Armania. – Mi mosqueo iba a peor y su humor a mejor.
– Oh, Armania está en Italia, le diré que has preguntado por ella. – Y le señaló a los demás otra chica que salía en las fotos. – Eran uña y carne.
Y así siguieron durante quince largos minutos más. Al terminar el acto y la comida, despedimos al Dr. Brown que me regaló unos chocolates belgas que compró, al parecer, recordando cuánto me gustaban. Así que al menos eso me llevo en el cuerpo. El régimen ya lo empezaré cuando se me pase el disgusto.

Una visita imprevista I

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El Dr. Brown

Esta mañana iba camino de la peluquería cuando me ha sobresaltado una llamada de mi jefe. Como últimamente lo tengo un poco olvidado, no he dudado en contestarle el teléfono. Es lo que tengo, soy una blanda.
– Daniela, tienes que subir inmediatamente al departamento. Te espera una sorpresa gordísima.
Uy, uy, uy, las sorpresas me gustan nada más que regulín, y viniendo de mi jefe menos.
– Ya que me gustaría ir Don Alberto, pero no me parece muy apropiado, la alergia me está matando y podría resultar muy incómodo empezar a estornudar entre nuestros queridos pedruscos…
– Daniela, vas a subir inmediatamente, porque hay alguien muy ilustre que te está esperando y te digo que te vas a quedar helada. El rector viene de camino.
– ¿El rector quiere verme?
– ¡Dios nos proteja, a ti no! El rector viene a ver al visitante ilustre, que a su vez quiere verte a ti. Tienes veinte minutos para estar en mi despacho.
Y ha colgado sin más. Hay que ver, siempre tengo que ser yo la que me pliegue a sus caprichos. Cuando he llegado Don Alberto me estaba esperando nerviosísimo en la puerta del departamento.
– Por fin llegas. Daniela, no te vas a creer quién te está esperando en la sala de juntas. El Dr. Bonhalm Brown.
– Pues mire usted que bien, ¿y quién es ese? – De verdad que a esta gente le hace ilusión cada cosa más rara.
– Pero Daniela, ¿cómo que quién es ese? Trabajasteis codo con codo en Armenia. Se ha llevado una alegría enorme cuando se ha enterado de que estabas aquí.
¡Ay mi madre, ahora sí que la había fastidiado del todo! Resulta que el trabajo en la facultad me lo dieron porque mi currículo se confundió con el de una tal Sarah no-se-qué que era una especie de topo y se dedicó a hacer la tira de cosas extrañas con tierra. Luego no había visto yo el momento propicio para aclarar el equívoco, así que todo el mundo asumió que Sarah era mi pseudónimo en los artículos científicos, y todos tan contentos. Mi reacción ante las palabras de Don Alberto no se hizo esperar. Me volví en firme ciento ochenta grados y comencé la operación de retirada con absoluta decisión.
– ¿Daniela, dónde crees que vas? – Y me agarró del brazo haciendo una demostración en vivo de lo que es “absoluta decisión” de verdad. Yo empecé a soltar sus dedos de mi brazo pero no conseguía desasir más de tres. Que terquedad. Me sentía como una flauta.
– Acabo de acordarme de que tengo que irme. Ya verá usted si no me haría a mi ilusión ver a Browny y recordar viejos tiempos, pero es que de pronto me he acordado de que hoy es el día del voluntariado para el petirrojo enano y ya me había comprometido a ir.
– Daniela, el Dr. Brown te aprecia sinceramente. No ha parado de elogiar tu entrega al trabajo, tu capacidad de sacrificio, tu perfeccionismo en los protocolos…
– Para que usted vea, y por aquí no recibo más que críticas y caras largas.
-Bueno, es que hace más de dos semanas que no te vemos el pelo.
– Como siempre decía el Dr. Brown, no hay que precipitarse. Estoy pensando concienzudamente mi siguiente paso y de hecho creo que he tenido una gran idea. Me voy ahora mismo a meditarla en profundidad.
– Daniela, hoy no vas a ir a ningún sitio. No me pongas en evidencia. El rector y el decano están esperándonos en la sala de ponencias junto a la mayoría del profesorado. No he visto tanto quórum desde que nos visitó Kreb. El rector quiere que tú como conocida suya le digas unas palabras de bienvenida en armenio.
-¿Qué le dé la bienvenida en armenio? – Estaba impresionada. Un lío como el que me esperaba puede con cualquiera, pero el detallito del armenio era ya de muy mal gusto.
– Sí, y luego dices algo de lo más destacado de vuestras investigaciones en Georgia.
– Ah, eso sí que no. Luego se quejan de que nadie se lea el “Elsevier”. Si todos andamos pregonando a los cuatro vientos todos nuestros artículos, ¿quién va a ser el guapo que pague por ellos?
– Daniela, no digas más tonterías y da lo mejor de ti misma. Recuerda que la imagen de nuestra universidad está en tus manos.
Estábamos en la puerta de la sala de juntas y me empujó con decisión al interior de la sala donde la tuna interpretaba “Clavelitos” con gran entusiasmo mientras el ilustre grupo disfrutaba de un refrigerio.

CONTINUARÁ…

La finca «El Señorío»

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El Señorío nevado

Tras las vacaciones de Navidad he ido alargando lo posible el fatídico momento, pero a finales de febrero ya me resultaba del todo imposible librarme de ir a «El Señorío». Hacía un frío horrible y me dolía la garganta una barbaridad, pero mi jefe es un ogro que no atiende a razones. Cuando lo llamé para explicarle el asunto, me expresó en términos de lo más tajante que tenía diez minutos para salir de la cama y poner rumbo a la finca. Él y sus amigotes llevaban esperándome allí tres días y estaban obcecados en que me personase.

– Pero, Dr. Valle, – es como llamo a mi jefe cuando quiero que sepa que estoy herida. Y esta vez se había pasado de la raya de largo, – comprenderá que en la delicadeza de mi estado un golpe de frío puede resultar fatal.
– Daniela, de algo hay que morir. Si no estás aquí para la una y media te garantizo que tu estado va a empeorar drásticamente en cuanto te pesque.
– ¡Dr. Valle! – Exclamé airada.
– Ni Dr. Valle ni caracoles en vinagre. Ven para acá de inmediato. Te repito que aquí hay seis personas que se han desplazado desde distintos puntos de la geografía española para intentar darle un empujón a tu dichosa tesis. Anteayer se nos cayó el Dr. Berenguer al río al tratar de recoger unas muestras de fluvisol y esta mañana, a las siete menos cuarto, ya estábamos todos montando el simulador de lluvia.

La cosa pintaba regular y decidí que era mejor claudicar, así que llamé a mi amigo Juan, ya saben, ese que es tan rico y siempre tiene tiempo libre. Es un encanto y enseguida se prestó a recogerme en su coche, que es fantástico y llevas el trasero exactamente a la temperatura que tú eliges con un mando con el que puedes hacer otro sinfín de cosas estupendas. Además, Juan tiene no sé qué parentesco lejano con el dueño de «El Señorío», por lo que se sabía bien el camino. Llegamos sobre las dos y cuarto. Enseguida avisté a mi jefe y al Dr. Berenguer en lo alto de un olivo. Eso es, ellos jugando a los indios mientras yo me debato entre la vida y la muerte. Les pitamos con energía, lo que los sobresaltó e hizo caer al pobre Dr. Berenguer.

– ¡Hola Daniela! – Saludó el Dr. Valle, emocionado. – ¡Ha llegado Daniela! – Comenzó a vociferar después. De distintos olivos fueron apareciendo caras familiares de edafólogos-geólogos. –Estábamos recogiendo muestras de frutos en distintos estados de evolución.
– Sí, seguro, – contesté con suspicacia mientras me apeaba del coche. – ¡Uy que frío! – En cuanto tomé contacto con el exterior me dispuse, aterida, a enmendar el error, volviendo al interior de inmediato.
– Exactamente tres grados bajo cero. – sentenció el Dr. Valle, al tiempo que me agarraba del brazo impidiendo mi regreso al interior del vehículo. – No te vuelvas al coche, que tienes que hacerte unas fotos con el simulador.
– Quite, quite, me añaden después con el Photoshop, – decía yo furibunda tratando de desasirme de él.

Echaba de menos mi control del calor en el asiento. Todos tenemos un límite y el mío está en los ocho grados. Por debajo de eso no soy persona, no lo soy y ya está.

– Ni hablar del asunto. Ven para acá que todo el equipo te está esperando.

En efecto, a nuestro alrededor se habían congregado ya el grueso de los edafólogos-geólogos, con lo que me dispuse a saludarlos efusivamente. Y es que es verdad, yo les tengo mucho cariño. Sin embargo, tras casi quedarme pegada a la cara del primero y observar que del Dr. Berenguer colgaban dos estalactitas a la altura de la nariz decidí controlar mis impulsos.

– Bueno, mejor no os beso no vaya a contagiaros lo que tengo – les dije con ternura mientras agitaba la mano a modo de saludo alternativo.
– Gracias por venir, Daniela, – exclamó el Dr. Ramos con emoción.
– De nada. De nada. Somos un equipo – respondí en plan cómplice.
– Venga, vamos a hacer esas fotos – intervino el Dr. Berenguer que señaló una especie de cabina telefónica que habían instalado a unos trescientos metros. Me pareció razonable y mis colegas y yo nos trasladamos hasta la cabina, donde me hice un montón de fotos con distintas temáticas, que si ahora una pala, que si ahora unos prismáticos. Estaban todos contentísimos, incluido el Dr. Valle.

– ¡Bueno! Pues ha llegado el momento de comer. Don Carlos, el dueño de la finca va a venir a tomarse unos bocadillos con nosotros para conocerte.
– Ya que me gustaría quedarme, ya – sentencié con cara de pena. – Pero me esperan en Granada. Una transfusión sanguínea, ¿sabe? – Ya os había dicho que por debajo de los ocho grados mi cerebro no funciona. Es lo primero que se me ocurrió, pero lo que me estaba a mi faltando era comerme un bocadillo mientras se me congelaba el trasero.
– ¿Una transfusión? ¿Donadora o receptora? – Preguntó preocupado el Dr. Berenguer.
– No puedo dar detalles, es un asunto muy personal – respondí mientras me subía al coche al que me había ido acercando con disimulo.
– Pero Dani, Don Carlos viene de Lucena.
– Ya ve usted, la rabia que me da, con la gana de conocerlo que tengo, – dije poniéndome el cinturón y gesticulando disimuladamente a Juan a que arrancase. – ¡Feliz semana a todos!

Y desde luego que fue una semana original, porque poco después empezó a nevar y se quedaron incomunicados en la hacienda de Don Carlos. Aquello debe estar espectacular nevado. Debió de ser como pasar las vacaciones en Canadá, pero mi jefe nunca está contento con nada. Cuando nos vimos el lunes siguiente en el Departamento no sólo no parecía contento sino que casi rozaba lo hostil.

Un cumpleaños memorable

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Santiago, Salvador o como demonios se llame

¡Qué injusta es la vida! ¿Hay algo más triste que cenar sola en «Villa Oniria» el día de tu cumpleaños? Pues la respuesta es que sí, vaya que sí. Había quedado para cenar con Violeta, mi prima la bailarina, que está de gira en la ciudad. No había terminado de sentarme y pedir una copa cuando me llama la muy desgraciada para decirme que no va a presentarse porque Iván, el violonchelista suplente, le había propuesto ir a tomar algo y, claro, no podía dejar pasar esa oportunidad. Al parecer tiene un hoyuelo en la barbilla, y Violeta se pirra por los hoyuelos. En un arrebato de independencia muy relacionado con que no había probado bocado desde las dos, me decidí a tomar algo, en concreto unas costillas. Y ahí estaba yo, en el restaurante más romántico de la ciudad, cuando el horror me consumió al constatar que tres mesas más allá, Arturo, mi exnovio ayudaba a una rubia delgadísima a deshacerse de su bolero. ¡Espanto! ¡Es lo que le faltaba al retal de dignidad que me quedaba, que Arturo me viese cenando sola en mi cumpleaños!. Me había telefoneado para felicitarme sobre las seis y me dio por ponerme en plan misterioso asegurándole que tenía un plan de lo más increíble. Aunque, desde luego, lo cierto es que el asunto era bastante increíble. Inmediatamente me agazapé detrás de la carta, pero no me sentía segura del todo y opté por esconderme debajo de la mesa.

– ¿Busca algo la señora? – Preguntó un solícito camarero acercándose a la mesa.

– No gracias – contesté en un susurro intentando que se marchase.

– ¿Puedo ayudarla en algo? – Insistió levantando el mantel por el costado más preocupante.

– ¡Suelte mi mantel! – Dije enojada tirando de la tela con demasiada energía, lo que hizo que se cayera una copa con gran estrépito.

– ¿Daniela? – Preguntó una familiar voz levantando otra esquina del odioso mantel.

– ¿Arturo? ¡Arturo, qué alegría! – Exclamé mientras salía de mi escondite.

– ¿Qué haces aquí sola? – Preguntó yendo directo al grano.

– No, no, no, para nada. No estoy sola, no, – estaba tan nerviosa, – estoy con él. – Dije señalando al citado camarero que en ese momento recogía con gran esmero los trozos rotos de mi copa, ajeno a que acababa de comenzar una relación conmigo. – Esta era la única forma de pasar juntos esta noche tan especial. – Sentencié mientras salía de mi escondite. En mi cabeza la excusa sonaba mucho mejor.

– ¡Qué bonito! – Exclamó la acompañante de Arturo que se había unido al grupo.

– Sí, la verdad es que sí. ¿A que lo de la copa ha quedado muy natural? – dije tratando de dar un toque de enigma al asunto.

– ¿Por qué no nos sentamos juntos? – Propuso el fideo, que se dio a conocer como Margarita.

– Uy no, no. Yo es que ya me iba.

– Aquí tiene sus costillas señora – dijo el inoportuno camarero cuya placa identificaba como Santiago.

– ¡Qué bárbaro! ¡Hasta te habla de usted! – Exclamó impresionada Margarita.

– Ya os lo dije, es un profesional de los pies a la cabeza. Y mira qué detalle, me ha traído unas costillas. No es un broche de diamantes, pero no está mal. ¿Verdad?

– Yo soy vegetariana, no podría aceptarlas – añadió mientras se sentaban.

– ¡Toma nota Arturo! ¡Díselo con unos cogollos! – Dije tratando de parecer animada y metiéndole mano a mi primera costilla. Aquello lo ventilaba yo en un rato.

– ¿Qué tal el trabajo? – Preguntó Arturo tan impertinente como siempre. Él sabe que es una pregunta que odio. No es que tenga nada en contra de la edafología, yo incluso diría que me es simpática, pero hasta que no me entere bien de qué va el asunto prefiero evitar el tema.

– ¡Ah, pues colosal! El Dr. Valle está contentísimo con los resultados que estamos teniendo de los análisis. Son muy concluyentes – afirmé con aire profesional.

– ¿Y qué concluyen? – Mira la pillina del espárrago. Ahora quería pillarme.

– Bueno, son conclusiones muy concretas de mi campo analítico. ¿Sabes?

– Margarita es doctora en geología. – Aclaró Arturo. Vaya por Dios, esta gente aparece como setas.

– ¡Qué coincidencia! ¡Somos colegas! – las palmas de las manos empezaban a sudarme.

– Pues sí. Arturo no me ha dejado claro si eres edafóloga o geóloga – Ya, sí. No tenía ni idea de en que terreno se estaba metiendo la tal Margarita.

– ¿Y tú? – había que desviar el tema.

– Yo petrógrafa. – Atiza, eso sí que es nuevo. Menos mal que una sabe de etimología.

– Uff, supongo que te estará afectando mucho el asunto de los coches electricos y tal. – Otra costilla, ya sólo me quedaban cuatro.

– ¿Cómo?

– La petrografía no tiene nada que ver con el petróleo, Daniela. Margarita estudia las rocas. – Aclaró Arturo mirándome significativamente.

– Uy, que no lo habéis cogido. Era un chiste gremial – dije entre risitas tratando de disimular. No parecía que lo de las rocas fuese en broma. Tenía que enterarme de si era así.

– Aquí tienen su ensalada – interrumpió Santiago que llegaba con un plato de lo más primaveral.

-¡Qué miradas me echa! ¡Me estoy ruborizando! – dije en cuanto se alejó un par de metros.

– ¿Arturo, quieres una de mis costillas? – Aquello sonó fatal así que me apresuré a aclararlo – Me refiero a las del plato, no a las mías, claro está. Entre Arturo y yo todo está terminado. Ahora mis costillas, costillas solo las comparto con Salva.

– ¿Quién es Salva? – preguntó curioso Arturo.

– Pues el camarero claro, el camarero de mi amor… – estaba tan nerviosa que se me resbaló el cuchillo con tan mala fortuna que casi degollé a la pobre Margarita. No lo hice con intención claro está, pero seguro que ya no me vuelve a preguntar si soy edafóloga o geóloga en toda su vida.

– El camarero se llama Santiago. –añadió Arturo.

– No, se llama Salvador y yo lo llamo Salva –y mirando a Margarita- y  a veces también lo llamo pichoncín, pero le molesta que lo haga en público.

– Su solomillo, señor –volvió a interrumpir el camarero dejando justo a la altura de mi nariz su placa identificativa.

– ¡Ah no, por aquí sí que no paso! – Exclamé con aire angustiado. – ¡Yo no aguanto ni una mentira más! ¡Entre nosotros está todo acabado! – Grité poniéndome en pie y dejando al grupo estupefacto. – ¡No quiero saber nada más de ti, te devuelvo tus costillas! – Y me largué del salón sin mirar atrás y con un porte, a mi parecer, muy digno.

Un cumpleaños memorable, desde luego. Aunque todavía me pregunto quién pagó mis costillas.