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La finca «El Señorío»

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El Señorío nevado

Tras las vacaciones de Navidad he ido alargando lo posible el fatídico momento, pero a finales de febrero ya me resultaba del todo imposible librarme de ir a «El Señorío». Hacía un frío horrible y me dolía la garganta una barbaridad, pero mi jefe es un ogro que no atiende a razones. Cuando lo llamé para explicarle el asunto, me expresó en términos de lo más tajante que tenía diez minutos para salir de la cama y poner rumbo a la finca. Él y sus amigotes llevaban esperándome allí tres días y estaban obcecados en que me personase.

– Pero, Dr. Valle, – es como llamo a mi jefe cuando quiero que sepa que estoy herida. Y esta vez se había pasado de la raya de largo, – comprenderá que en la delicadeza de mi estado un golpe de frío puede resultar fatal.
– Daniela, de algo hay que morir. Si no estás aquí para la una y media te garantizo que tu estado va a empeorar drásticamente en cuanto te pesque.
– ¡Dr. Valle! – Exclamé airada.
– Ni Dr. Valle ni caracoles en vinagre. Ven para acá de inmediato. Te repito que aquí hay seis personas que se han desplazado desde distintos puntos de la geografía española para intentar darle un empujón a tu dichosa tesis. Anteayer se nos cayó el Dr. Berenguer al río al tratar de recoger unas muestras de fluvisol y esta mañana, a las siete menos cuarto, ya estábamos todos montando el simulador de lluvia.

La cosa pintaba regular y decidí que era mejor claudicar, así que llamé a mi amigo Juan, ya saben, ese que es tan rico y siempre tiene tiempo libre. Es un encanto y enseguida se prestó a recogerme en su coche, que es fantástico y llevas el trasero exactamente a la temperatura que tú eliges con un mando con el que puedes hacer otro sinfín de cosas estupendas. Además, Juan tiene no sé qué parentesco lejano con el dueño de «El Señorío», por lo que se sabía bien el camino. Llegamos sobre las dos y cuarto. Enseguida avisté a mi jefe y al Dr. Berenguer en lo alto de un olivo. Eso es, ellos jugando a los indios mientras yo me debato entre la vida y la muerte. Les pitamos con energía, lo que los sobresaltó e hizo caer al pobre Dr. Berenguer.

– ¡Hola Daniela! – Saludó el Dr. Valle, emocionado. – ¡Ha llegado Daniela! – Comenzó a vociferar después. De distintos olivos fueron apareciendo caras familiares de edafólogos-geólogos. –Estábamos recogiendo muestras de frutos en distintos estados de evolución.
– Sí, seguro, – contesté con suspicacia mientras me apeaba del coche. – ¡Uy que frío! – En cuanto tomé contacto con el exterior me dispuse, aterida, a enmendar el error, volviendo al interior de inmediato.
– Exactamente tres grados bajo cero. – sentenció el Dr. Valle, al tiempo que me agarraba del brazo impidiendo mi regreso al interior del vehículo. – No te vuelvas al coche, que tienes que hacerte unas fotos con el simulador.
– Quite, quite, me añaden después con el Photoshop, – decía yo furibunda tratando de desasirme de él.

Echaba de menos mi control del calor en el asiento. Todos tenemos un límite y el mío está en los ocho grados. Por debajo de eso no soy persona, no lo soy y ya está.

– Ni hablar del asunto. Ven para acá que todo el equipo te está esperando.

En efecto, a nuestro alrededor se habían congregado ya el grueso de los edafólogos-geólogos, con lo que me dispuse a saludarlos efusivamente. Y es que es verdad, yo les tengo mucho cariño. Sin embargo, tras casi quedarme pegada a la cara del primero y observar que del Dr. Berenguer colgaban dos estalactitas a la altura de la nariz decidí controlar mis impulsos.

– Bueno, mejor no os beso no vaya a contagiaros lo que tengo – les dije con ternura mientras agitaba la mano a modo de saludo alternativo.
– Gracias por venir, Daniela, – exclamó el Dr. Ramos con emoción.
– De nada. De nada. Somos un equipo – respondí en plan cómplice.
– Venga, vamos a hacer esas fotos – intervino el Dr. Berenguer que señaló una especie de cabina telefónica que habían instalado a unos trescientos metros. Me pareció razonable y mis colegas y yo nos trasladamos hasta la cabina, donde me hice un montón de fotos con distintas temáticas, que si ahora una pala, que si ahora unos prismáticos. Estaban todos contentísimos, incluido el Dr. Valle.

– ¡Bueno! Pues ha llegado el momento de comer. Don Carlos, el dueño de la finca va a venir a tomarse unos bocadillos con nosotros para conocerte.
– Ya que me gustaría quedarme, ya – sentencié con cara de pena. – Pero me esperan en Granada. Una transfusión sanguínea, ¿sabe? – Ya os había dicho que por debajo de los ocho grados mi cerebro no funciona. Es lo primero que se me ocurrió, pero lo que me estaba a mi faltando era comerme un bocadillo mientras se me congelaba el trasero.
– ¿Una transfusión? ¿Donadora o receptora? – Preguntó preocupado el Dr. Berenguer.
– No puedo dar detalles, es un asunto muy personal – respondí mientras me subía al coche al que me había ido acercando con disimulo.
– Pero Dani, Don Carlos viene de Lucena.
– Ya ve usted, la rabia que me da, con la gana de conocerlo que tengo, – dije poniéndome el cinturón y gesticulando disimuladamente a Juan a que arrancase. – ¡Feliz semana a todos!

Y desde luego que fue una semana original, porque poco después empezó a nevar y se quedaron incomunicados en la hacienda de Don Carlos. Aquello debe estar espectacular nevado. Debió de ser como pasar las vacaciones en Canadá, pero mi jefe nunca está contento con nada. Cuando nos vimos el lunes siguiente en el Departamento no sólo no parecía contento sino que casi rozaba lo hostil.

El resumen del año

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La Finca El Señorío

En qué apuros más gordos nos pone esto de la Navidad. A todo el mundo le da por hacer balance del año y, claro, mi jefe no ha querido ser menos y se ha empeñado en reunirnos para evaluar los progresos del año en la tesis. He intentado zafarme, vaya si lo he intentado, pero el tema me pilló por sorpresa. Como último recurso, acudí a la gripe A, pero se ve que el tema está un poco oxidado y ya no impacta tanto. De hecho, ya me miró raro cuando la pasé por segunda vez, así que esta tercera ni siquiera ha pestañeado. Quería verme en su despacho el lunes veinte, a las once y media, y con un informe detallado de los avances anuales. ¡Encima toca madrugar!

Me dio algo, de verdad. Se dejaba ver cierta desconfianza que no comprendo viniendo de él. Pensaba encauzar el tema por ahí. De todos modos, como el espíritu resignado que siempre he sido, me armé de valor y me presenté con aire afectado a nuestra cita, portando una carpeta con un montón de papeles que había recopilado en el último minuto.

– Buenos días Don Alberto – le saludé fríamente mientras él me invitaba a pasar.

– Hola Dani, buenos días. Siéntate y vamos a ver como va ésto.

– Gracias – más frialdad – no quiero sentarme – y mucho alzamiento de cabeza. Cuando una se siente despechada tiene que alzar la cabeza.

– Como quieras.

No estoy muy segura de que este hombre sepa detectar las señales, porque no parecía intimidado en absoluto. Muy por el contrario sacó una carpetita en la que ponía “Objetivos 2010”. La he recordado de inmediato, los escribimos en enero y eran todo lo que Don Alberto esperaba fuese el año. ¡Qué infantil!

– Bien, comencemos: Uno, Toma de muestras en la finca “El Señorío”. – Es la finca matriz de mi tesis. No sé exactamente qué pinta en el asunto, pero siempre que se habla de mi tesis se habla también del sitio ese.

– Esto está hecho, – continuó Don Alberto, – fuimos José Antonio y yo. ¿Recuerdas que se nos quedó tirado el todoterreno y tuvimos que hacer noche en Lucena? – El asunto me sonaba. Recuerdo que cuando por fin consiguieron llegar venían con el coche lleno de bolsas de tierra y yo tuve que ponerles unos cartelitos y pasarles un rodillo, como si fuesen una empanada.

– Dos, análisis químicos de las muestras y estudio geográfico. – Lo miré muy seria. Aquel asunto aun no lo había superado y él lo sabía. Pude leer el remordimiento en su cara. En algún momento de marzo, Don Alberto me dio un libro muy gordo, donde explicaba cómo hacer multitud de cosas con la tierra. Yo le eché un vistazo y allí se trataban asuntos de lo más peligrosos, como ácido sulfúrico y otras cosas fatales. Yo no quería parecer grosera o poco profesional, así que incluso me interesé por la ubicación del “material”. El gesto emocionó a Don Alberto que, lleno de ilusión, me enseñó un armario en el que había un montón de frascos con nombres muy alemanes como Erlen-meyer y Kita–satos que a mi parecer eran todos iguales. Luego me hizo una demostración en directo de lo que había que hacer. Tardó dos horas, y después me señaló las otras ochocientas diez muestras con las que había que repetir el proceso. Fuimos hasta el armario de los reactivos y allí ocurrió la desgracia. Tratando de hacer la primera muestra, cogí una pipeta, de donde una fatídica gota cayó sobre mi falda de volantes ibicenca. Vislumbré con impotencia como un agujero del tamaño de una aceituna se extendía, y lloré. Aquello terminó con las aspiraciones de Don Alberto, que inmediatamente entendió la insensatez que había cometido.

– También está hecho. Los hicimos entre Encarnita, José Antonio y yo. Hace apenas diez días que terminamos con la última muestra.

– La verdad es que ha sido un buen año – dije apretando mi carpeta y sin asomo de rencor.

– Tres, simulador de lluvia. Es lo único que nos queda para que el año fuese perfecto. Si pudieses venir hasta “El Señorío”… – Lo veía venir, este hombre nunca está contento con nada.

– Don Alberto, siempre se quedan cosas en el tintero.

– Pero Daniela, sería cosa de un par de horas. José Antonio y yo nos vamos un par de días antes, instalamos el simulador, tomamos las muestras, y tú cuando puedas te pasas por allí y te haces unas fotos para la tesis.

– Que no, Don Alberto, que no. ¡Fíjese en que fechas estamos!

– Lo sé, lo sé. Sin embargo, si pudieses hacer un esfuerzo. A Don Carlos, el dueño “Del Señorío”, le haría una ilusión enorme conocerte. Le hemos hablado tanto de ti.

-Está bien, está bien. El día 22 me voy para allá. –– Es lo malo que tengo, que al final soy una sentimental de tomo y lomo. El esfuerzo merecía la pena con tal de ver la cara de ilusión de Don Alberto.

– Gracias, Dani, gracias. No te arrepentirás.

– Ya veremos, ya veremos – dije despidiéndome. – Tengo cita en la peluquería en media hora y tengo que marcharme.

– ¡Nos vemos en “El Señorío”! –exclamó eufórico.

Salí del despacho orgullosa de mi profesionalidad. En aquel viaje a «El Señorío» iba a dar el do de pecho. O eso pensaba entonces. Si hubiese sabido lo que me esperaba allí no hubiese sido tan condescendiente con Don Alberto. Pero eso ya os lo contaré más tarde, que todavía me dan escalofríos cuando lo pienso.